La Razón, 20 noviembre 2008
Desde hace una semana, en el Congreso de los Diputados se ha suscitado un debate absolutamente singular y que parece más propio del siglo XIX que del siglo XXI. Una monja carmelita, canonizada en la plaza de Colón el 4 de mayo de 2003, por Juan Pablo II en su último viaje a España, Santa Maravillas de Jesús, ha sido su protagonista.
Vayamos a los hechos. Esta Santa carmelita nació en la Carrera de San Jerónimo, en un edificio que desde hace dos años forma parte de la institución parlamentaria y se ubican en él las direcciones de los Grupos Parlamentarios. Se da la circunstancia, además, de que familiarmente está estrechísimamente relacionada con el Congreso ya que fueron Diputados tanto su padre, como su tío y sus abuelos, durante varias legislaturas, siendo, además, algunos de ellos incluso Presidentes de la Cámara.
Por otra parte, es costumbre muy extendida colocar una placa conmemorativa en los edificios en los cuales nacieron, residieron o fallecieron personajes ilustres o que, por diversas circunstancias, han alcanzado notoriedad pública. Sin ir más lejos, los alrededores del Congreso recogen muchos ejemplos de este tipo: basta pasear por sus calles para comprobarlo.
Dadas estas circunstancias de notoriedad pública en la persona de Santa Maravillas, propuse al Presidente de la Cámara la posibilidad de colocar en el vestíbulo de entrada del citado edificio, una sencilla placa conmemorativa del hecho histórico de su nacimiento en ese lugar. Los diversos miembros de la Mesa consultados al respecto -y con una única excepción-, estuvieron conformes con la propuesta, la cual fue oficialmente aprobada en reunión de la Mesa del Congreso del pasado 4 de noviembre. Lo cierto es que en el espíritu del acuerdo se incluía la necesidad de un amplio consenso entre los Grupos Parlamentarios, que se debería entender implícito ya en el acuerdo de la Mesa dada la vinculación de sus integrantes con los diferentes Grupos.
Sin embargo, la sorpresa, -y muy desagradable, por cierto-, estalló cuando tanto la dirección del PSOE como de su Grupo parlamentario, al conocer el acuerdo, expresaron su frontal rechazo al mismo alegando, nada más y nada menos, la vulneración de la aconfesionalidad del Estado e invocando que la política del PSOE es “eliminar progresivamente los símbolos religiosos del espacio público”.
A mi entender, aquí radica la gravedad de este asunto: la concepción que trasmite el partido del Gobierno sobre una cuestión tan sensible como es la de las relaciones de la Iglesia y el Estado y de la misma libertad religiosa, especialmente cuando afecta a los católicos. Lo digo porque creo que podemos estar bastante de acuerdo en que si se hubiera tratado de un personaje que hubiera alcanzado notoriedad pública por una creencia religiosa diferente no se hubiera planteado ningún problema, hay muchos ejemplos que se pueden invocar a estos efectos. El laicismo radical, el anticlericalismo decimonónico de que ha hecho gala el PSOE, hace aflorar unos tics que algunos podrían creer superados pero que, por desgracia, no lo están.
De esta forma, el debate acerca de la colocación o no de la placa evocadora del nacimiento de Santa Maravillas de Jesús, trasciende la singularidad del personaje para colocar el foco en un Partido Socialista que gobierna en España y que no ha hecho su aggiornamento, su puesta al día tras el Concilio Vaticano II, si se me permite la ironía.
Este Partido Socialista, en su rancio anticlericalismo, ve gigantes donde simplemente hay molinos. En una sencilla placa que pretendía recordar a una humilde carmelita ve un símbolo religioso que socava el sagrado principio de la aconfesionalidad que debe presidir el “espacio público institucional”, por decirlo con la misma expresión cursi empleada por los diferentes portavoces socialistas. Es el mismo Partido Socialista que se llena la boca hablando de modernidad, de igualdad, de no discriminación, de tolerancia, de talante… y que sin embargo, a la hora de la verdad, demuestra con hechos lo que por desgracia sigue siendo una preocupante realidad: su incapacidad para asumir que aconfesionalidad y laicidad quieren decir autonomía y separación de Iglesia y Estado, pero con cooperación entre ambos en orden a la consecución del bien común y de la consideración de la libertad religiosa como una de las libertades constitutivas de un Estado democrático. Un Partido que no ha tenido presente el principio de no discriminación por creencia religiosa establecido en el artículo 14 de la Constitución.
Estamos conmemorando el año Paulino, evocador del 2000 aniversario del nacimiento del Apóstol de las gentes, quien sembró las raíces cristianas de Europa, predicando lo que era “escándalo para los judíos y necedad para los gentiles”. Dos mil años después, nuestros socialistas, para nuestra desgracia, se siguen moviendo entre el escándalo y la necedad.
Jorge Fernández Díaz
Vicepresidente Tercero del Congreso de los Diputados
<< Inicio